Esta
historia que voy a relatar hoy aquí, ha estado guardada como un pequeño
secreto. Hoy saldrá a la luz y espero que la persona implicada no tenga
conocimiento de este blog. Si por un casual, no fuera así y estuviera leyendo
esto ahora, únicamente decir que: “…Sin
pecado concebida”
Estudie
en un colegio de monjas, cuando esa profesión feligresa a Dios aun se estilaba
en ciertos colegios. Por determinados motivos cambie de colegio y pase a uno
donde abundaban los curas. No daré los nombres de que colegios fueron pero
decir que, en el primero no fui muy feliz pero conservo a unos pocos amigos, y
en el segundo si fui feliz aunque no conservo ningún amigo alumnos, pero si a pocos
amigos profesores.
Si algo
me ha enseñado haber estudiado en colegios cristianos es que: había eucaristías
por todo y por nada que, acercándonos al
final de la cuaresma, había jornadas de confesiones en el colegio. Básicamente,
esto último, consistía en un cura que estaría disponible un día de una semana
concreta, en horario escolar, para escuchar a los alumnos que quisieran
confesarse de sus pecados.
Si
existe algún Dios en las alturas, esa vez, tuvo que interceder mediante un
milagro divino para que la jornada de confesión cayera en un día de la semana
el cual tenía las asignaturas más “palizas”. Una detrás de otra. A saber:
·
Lengua a primera hora.
·
Biología a segunda.
·
Matemáticas a tercera.
·
Inglés a cuarta…
El párroco
contratado para tal, desinteresado, servicio, estaría durante las cuatro
primeras horas de la mañana. Era mi oportunidad. Después de haber preparado una
batería de pecados inventados para soltar delante de ese funcionario de Dios,
pedí permiso a la profesora para salir de su clase e ir “confesarme” He de
admitir que a pesar de estar en un colegio cristiano, nuestra devoción por Dios
y su hijo Jesús, a su diestra, en las alturas, era tan negativa que incluso rozábamos
lo profano.
Sin
duda alguna, si existe un infierno, y un señor rojo, con cuernos, dos rabos,
unos de ellos terminado en flecha y puntiagudo y un tridente, cuya misión es castigar
a todos los infieles en el fuego eterno…en la clase donde yo estaba iba a tener
trabajo a destajo hasta que Mario Vaquerizo engordara.
Por
suerte, o por desgracia, según como se quiera ver, me encontré por el pasillo
con el repetidor de mi clase, mientras iba a la búsqueda del cura. Era mayor
que yo, tres o cuatro años más, aunque no lo recuerdo con claridad. Le faltaba
la “pisha” de un piojo para que lo expulsaran y su misión era ser un transeúnte
por el colegio mientras cantaba fandango por los pasillos y coleccionaba partes
de disciplinas por insubordinación e irrespetuosidad hacia los maestros.
No sé
porque, por algún extraño motivo, le caía bien. Yo era un pingajo al lado suyo.
Me sacaba casi cuatro cabezas y de ancho, me podría esconder detrás suya haber
sido el campeón mundial del “Escondite” y haberme retirado invicto.
Me sentó
en su regazo y me dijo:
“Si te
haces pajas se lo tienes que decir,¿Eh?”
Intente
no vomitarle encima después de haber olido su aliento a tabaco y su escasa
higiene personal. Pero a pesar de mis nauseas, el consejo quedo grabado a fuego
en mi mente, aun incorrupta.
Entré a
la sala donde esperaba el párroco. Era una habitación pequeña, dos sofás y,
habían tenido el detalle de poner un calefactor a los pies de ambos sofás. En
ese mes del año apetecía un poco de calor artificial o humano, dependiendo de
quien fuese la otra parte dispuesta al “frote,frote”, y ese señor,
personalmente, no era mi tipo. Admito que en esa época tenía las hormonas jugando
al “quidditch” pero mis escasos limites era lo que me diferenciaba de un animal
degenerado.
El
caballero con alzacuellos me recibió, me dio la mano y dijo:
“Ave María purísima”
Pude
haber hecho la broma de contestar. “No, no ha venido” o “Esta mala, he venido
yo en su lugar” pero quería que la sesión fuera bien y tocarle las narices a un
señor de Dios podría incitar a que me echara a la mínima de cambio. Me limite a
responder lo estipulado en el guión:
“Sin pecado concebida”
Ese fue
el pistoletazo de salida para relatarle, a ese buen hombre, la colección de mis
fechorías, las cuales me habían apartado del rebaño del bien.
Empecé
con la típica historia del niño que le quita dinero a la madre para comprar chucherías.
Continúe añadiendo que, de tanto ir al estanco a comprar chupa-chups, un día,
cambie las golosinas por los cigarrillos y me acabe enganchando a la nicotina.
Fumaba un paquete diario. ¿Donde, os preguntareis? En mi casa no podía, así que
lo fumaba en el colegio, de camino a mi casa, el camino hacia las clases particulares
y de vuelta de estas. Si un paquete
tiene 20 cigarros, eran cinco en el recreo, cinco más a la vuelta del
colegio, cinco a la ida de las clases particulares y cinco a la vuelta de estas. Antes de llegar
a mi casa, eso sí, parada obligatoria en el estanco a recargar el suministro
para el día siguiente.Compraba LM y paquete de chicles para disimular el
aliento. Mi madre se empezó a percatar
de los “sablazos” que le metía al monedero.
Le dije
que era la mujer, que por entonces limpiaba en casa, la autora material de los
hurtos.
Todo esto
relatado, anteriormente, nunca se ha producido. En esa época, aun no había probado
el tabaco pero había muchos compañeros que
podrían alquitranar la carretera con todo lo que había en sus pulmones.
Todo lo
anterior,fue el fruto de la imaginación ante la imperiosa necesidad de querer
librarme de una tortura de cuatro horas, en forma de asignaturas odiosas. Lo tenía
claro, si para no ser el torturado, debía de torturar la mente pura de ese cura;¡Que
así fuera!
Los ojos
de ese ministro de Dios se empezaron a, casi, salir de sus orbitas, con cada
aporte, a la historia, que daba. Mi preocupación, motivo de mi confesión,
radicaba en que me sentía culpable por haber hecho que despidieran a la mujer
que trabaja en mi casa, por un delito que no había cometido.
Ahora
venia la parte de su sermón. Si intervención divina. Después de un sermón, súper
preparado del camino recto, el descubrimiento de Dios en la vida de cada
cristiano y la fe, motor que hace que esa confianza,a Dios,crezca cada día mas,
me di cuenta de que no había ni cubierto ni una hora de la mañana.
Necesitaba
un aliciente, algo que hiciera ver a ese hombre que me estaba perdiendo como
hijo de Dios. Así que cuando me pidió el paquete de tabaco para confiscármelo y
así, poder ayudarme, de paso, a dejar de fumar, me negué rotundamente.
Evidentemente, no llevaba paquete alguno, porque no fumaba. Vi peligrar la
veracidad de mi historia.
Le dije
que lo tenía en mi mochila y, mi mochila, estaba en clase. En ese momento, fue
a avisar al jefe de estudio que, casualmente, andaba cerca. Antes de que
saliera de la habitación grite: “¡Es secreto de confesión!”
Mirándome
mientras asentía, cerró la puerta y se volvió a sentar, dispuesto a escuchar
todo el horror que aun quedaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario